“La nieve brota en cautiverio”, de I. Fariñas

Durante el solsticio de invierno, asistí a la presentación del último poemario de Iria Fariñas (Madrid, 1996). Ella escribe, performa y estudia Filosofía. Su formación, sensibilidad y talento hicieron que la puesta en escena de “La nieve brota en cautiverio” resultara emocionante, valiente y sublime, igual que sus textos.

Portada de “La nave brota en cautiverio”

Un Akelarre de 12 escritoras, doncellas, madres y hechiceras, la acompañaron recitando algunos de sus poemas. Fue un delicioso paseo entre mujeres, disfrutando juntas de la belleza del paisaje nevado y sintiendo el frío helador de la nieve sobre los pies descalzos. Ese crujido suave y sigiloso que la condición femenina siente desde niña, cuando la pureza del blanco se rompe.

El canto coral, arropado por la edición honesta de Valparaíso y el mágico escenario que creó Mundos Flotantes, se convirtió en espacio seguro para expresar y sentir los trazos de vida femenina, no siempre comprendida, llena de complejidades y matices.

Comparto un párrafo del maravilloso prólogo escrito por Paloma Chen y Alejandra Banca:

“Sí, la nieve brota en cautiverio porque así, cautivas, nos han-hemos obligado-enseñado-dispuesto a crear y urdir y tejer y alzar poco a poco el murmullo reverberante, ese sonido áspero pero melodioso que despierta a las que todavía siguen dormidas y les mete un puñado de nieve en la boca: ten, mastica, purifica, borra las huellas parentales y paternales y políticas que no te pertenecen. Mira, mira qué limpia está la nieve, ¿te atreves a dejar tus propias marcas-estigmas-cicatrices? La voz poeta nos dice muy flojito: no tengas miedo de trazar tu propio camino, hay un micelio infinito y atemporal que nos hermana. Todas hemos estado, estamos y seguiremos estando aquí”.

Iria Fariñas junto con otras escritoras recitando poemas del libro

La nieve como símbolo de pureza, también compañera de frío y soledad. Testigo que deja ver la huella de la sangre. Siempre el rojo sobre blanco se aprecia mejor.

Un poemario sobre niñas, madres y hechiceras que tejen redes en el espacio y el tiempo y por momentos se entrelazan o enredan, se complementan o superponen, entre líneas confusas y difusas. Cordones umbilicales que se rompen y vuelven a unir, una y otra vez.

La pureza de la infancia, la pérdida de la inocencia, el deseo, el sufrimiento, la rebelión, la crueldad y la tristeza. Noches de juegos, travesuras y confesiones.

Esas “niñas agujereadas”, que de forma tan gráfica retrata Fariñas, son capaces de engendrar, parir, nutrir, lamer, llorar, sudar, sangrar, gritar, matar… pero también cantar, bailar, tejer, crear, en un intento desesperado de trascender, compartir y curar heridas.

Semillas que necesitan confinarse en refugios, madrigueras, guaridas y cuevas oscuras para brotar a la sombra, de la nada y en silencio.

Mujer-árbol, proveedora de alimentos, frutas maduras, raíces y ramas. Mujeres-volcán, que tiemblan, erupcionan y explotan de deseo, de culpa y de rabia. Que encienden y apagan fuegos, convirtiéndolos en cenizas. Deseos salvajes, miedos negros, danzas macabras, pies descalzos que dejan sus huellas, heridas y cicatrices sobre la nieve.

Y es en compañía de las Mujeres-sabias, al calor del fuego y de la poesía, donde se sobrevive mejor al frío del invierno.

“De niñas espiábamos a las bestias 

y mordíamos persimones

nada en ninguna parte 

se hereda como el morbo 

por el infierno y la pureza”.

Iria Fariñas

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